Treinta y cinco años después de su paso al mundo de los espectros, me imagino a los carcomidos huesos de Franco levitando de satisfacción, mientras brinda por su nueva Victoria Triunfal con el brazo incorrupto de Santa Teresa. Sus retoños, descendientes de los ejecutores materiales de múltiples atrocidades concebidas por su mente maquiavélica, han logrado llevar ante un tribunal al temerario juez que tuvo la desfachatez de declararle culpable de crímenes contra la humanidad. Gracias a sus aguerridos centinelas de Falange y al amparo de la democracia que tanto aborreció, su cuerpo momificado se regocija ante esta nueva humillación a las víctimas que su bárbara represión dejó sepultadas en las cunetas y los caminos de toda la geografía española. Víctimas, cuyas familias, más de tres décadas después de la desaparición física de su verdugo y de la restauración de la democracia, aún no han conseguido desprenderse del estigma de derrotados que les impuso el dictador.
Una parte de la derecha española se empeña en negar a las víctimas del régimen franquista, la dignidad y la justicia que sí exige para los damnificados de otras formas de violencia. Si la víctima resulta de un atentado de ETA o de un crimen convertido en trama mediática por los medios de comunicación, participan activamente en cuantas manifestaciones de apoyo son convocadas por todo el país, se apresuran a consolar y acompañar a las familias e incluso exigen el endurecimiento de las penas, al fragor de la conmoción social que provocan tan terribles sucesos. Sin embargo, cuando las víctimas son las familias de los miles de muertos y desaparecidos que provocó la dictadura franquista, les asalta la desmemoria, apelan al espíritu de la transición para justificar la amnesia colectiva y vierten perversas acusaciones de revanchismo a cualquiera que ose desviarse de su dogmática doctrina, que dispone que reconciliación es igual a olvido. Así, lo que no se recuerda, es porque nunca sucedió. Para la derecha más rancia y trasnochada de Europa, las familias de los muertos en la Guerra Civil y de las víctimas que generó la represión franquista no tienen derecho a recordar, ni a expresar su dolor, ni a sentir el peso de la ausencia de sus seres queridos asesinados, ni a localizar y enterrar dignamente a sus muertos. Hace tiempo que el Partido Popular, se ha atribuido la autoridad de concluir quién tiene o no derecho a considerarse víctima; la potestad de poner fecha de caducidad al dolor de quienes han sufrido la pérdida violenta de un ser querido.
Al contrario que lo sucedido al término de la Guerra Civil, una vez desaparecido Franco (que no el franquismo), la España democrática no trajo consigo deseos de revancha, ni persecuciones, ni detenciones indiscriminadas, ni depuraciones políticas. La transición de la dictadura a la democracia constituyó un periodo de reconciliación y de esperanza en la recuperación de las libertades, secuestradas durante cuatro décadas; pero también fueron tiempos de múltiples renuncias, de perdonar a quienes nunca pidieron perdón y de olvidar injusticias y atrocidades. Con la distancia histórica que proporcionan las más de tres décadas transcurridas desde las primeras elecciones democráticas, es seguro que los españoles hemos adquirido la suficiente madurez para analizar con ecuanimidad y serenidad los efectos y secuelas de nuestra transición democrática, evitando la autocomplacencia y desmitificando aquel periodo histórico.
La Ley de Amnistía promulgada en 1977 fue un instrumento para articular esa reconciliación, que los “cuarenta años de paz” gestionados por los vencedores de la Guerra Civil primero y sus descendientes después, hicieron del todo imposible; una herramienta política, seguramente necesaria para afrontar el futuro sin el lastre del resentimiento y la rabia latentes durante años. Pero tampoco debemos obviar los daños colaterales de aquel pacto de silencio, que sepultó bajo un manto de impunidad los crímenes cometidos durante los oscuros años de la dictadura, colocó en un plano de igualdad a víctimas y a verdugos y permitió permanecer en los resortes del poder a cargos políticos, militares y judiciales, sostenedores del antiguo régimen. Si la Ley de Amnistía sirve como pretexto para situar el comienzo de la historia de nuestro país en 1976, negar el legítimo derecho a centenares de familias de desaparecidos a poner punto y final a un trágico drama personal o permite que un juez se siente en el banquillo por intentar investigar los crímenes cometidos durante la dictadura, entonces es seguro que algo no se hizo bien.
Personalmente, opino que en el contexto político y social de la España posfranquista, la transición se llevó a cabo lo mejor que se pudo. No podemos olvidar que el miedo inoculado durante cuarenta años de dictadura, el terror a un nuevo enfrentamiento entre españoles y el ruido de sables acechando desde los cuarteles, fueron obstáculos que dificultaron una ruptura total con el régimen anterior. Para una generación sin ninguna experiencia política, nacida y curtida en una feroz represión ideológica, enfrentarse a la responsabilidad de democratizar una sociedad premeditadamente despolitizada y anestesiada, fue una tarea delicada y compleja. Pero si, como asegura la derecha, exigir que se investiguen las desapariciones forzosas de más de 113.000 españoles supone incitar al enfrentamiento, despertar el odio entra las dos Españas o romper el espíritu de la transición, es fácil justificar que quienes más concesiones hubieron de hacer en favor de la concordia y la reconciliación, se cuestionen hoy si tanto perdón y tanto olvido merecieron la pena.
Publicado por Belén Meneses
Al contrario que lo sucedido al término de la Guerra Civil, una vez desaparecido Franco (que no el franquismo), la España democrática no trajo consigo deseos de revancha, ni persecuciones, ni detenciones indiscriminadas, ni depuraciones políticas. La transición de la dictadura a la democracia constituyó un periodo de reconciliación y de esperanza en la recuperación de las libertades, secuestradas durante cuatro décadas; pero también fueron tiempos de múltiples renuncias, de perdonar a quienes nunca pidieron perdón y de olvidar injusticias y atrocidades. Con la distancia histórica que proporcionan las más de tres décadas transcurridas desde las primeras elecciones democráticas, es seguro que los españoles hemos adquirido la suficiente madurez para analizar con ecuanimidad y serenidad los efectos y secuelas de nuestra transición democrática, evitando la autocomplacencia y desmitificando aquel periodo histórico.
La Ley de Amnistía promulgada en 1977 fue un instrumento para articular esa reconciliación, que los “cuarenta años de paz” gestionados por los vencedores de la Guerra Civil primero y sus descendientes después, hicieron del todo imposible; una herramienta política, seguramente necesaria para afrontar el futuro sin el lastre del resentimiento y la rabia latentes durante años. Pero tampoco debemos obviar los daños colaterales de aquel pacto de silencio, que sepultó bajo un manto de impunidad los crímenes cometidos durante los oscuros años de la dictadura, colocó en un plano de igualdad a víctimas y a verdugos y permitió permanecer en los resortes del poder a cargos políticos, militares y judiciales, sostenedores del antiguo régimen. Si la Ley de Amnistía sirve como pretexto para situar el comienzo de la historia de nuestro país en 1976, negar el legítimo derecho a centenares de familias de desaparecidos a poner punto y final a un trágico drama personal o permite que un juez se siente en el banquillo por intentar investigar los crímenes cometidos durante la dictadura, entonces es seguro que algo no se hizo bien.
Personalmente, opino que en el contexto político y social de la España posfranquista, la transición se llevó a cabo lo mejor que se pudo. No podemos olvidar que el miedo inoculado durante cuarenta años de dictadura, el terror a un nuevo enfrentamiento entre españoles y el ruido de sables acechando desde los cuarteles, fueron obstáculos que dificultaron una ruptura total con el régimen anterior. Para una generación sin ninguna experiencia política, nacida y curtida en una feroz represión ideológica, enfrentarse a la responsabilidad de democratizar una sociedad premeditadamente despolitizada y anestesiada, fue una tarea delicada y compleja. Pero si, como asegura la derecha, exigir que se investiguen las desapariciones forzosas de más de 113.000 españoles supone incitar al enfrentamiento, despertar el odio entra las dos Españas o romper el espíritu de la transición, es fácil justificar que quienes más concesiones hubieron de hacer en favor de la concordia y la reconciliación, se cuestionen hoy si tanto perdón y tanto olvido merecieron la pena.
Publicado por Belén Meneses