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4 de mayo de 2010

Los daños colaterales de la Transición

Treinta y cinco años después de su paso al mundo de los espectros, me imagino a los carcomidos huesos de Franco levitando de satisfacción, mientras brinda por su nueva Victoria Triunfal con el brazo incorrupto de Santa Teresa. Sus retoños, descendientes de los ejecutores materiales de múltiples atrocidades concebidas por su mente maquiavélica, han logrado llevar ante un tribunal al temerario juez que tuvo la desfachatez de declararle culpable de crímenes contra la humanidad. Gracias a sus aguerridos centinelas de Falange y al amparo de la democracia que tanto aborreció, su cuerpo momificado se regocija ante esta nueva humillación a las víctimas que su bárbara represión dejó sepultadas en las cunetas y los caminos de toda la geografía española. Víctimas, cuyas familias, más de tres décadas después de la desaparición física de su verdugo y de la restauración de la democracia, aún no han conseguido desprenderse del estigma de derrotados que les impuso el dictador.

Una parte de la derecha española se empeña en negar a las víctimas del régimen franquista, la dignidad y la justicia que sí exige para los damnificados de otras formas de violencia. Si la víctima resulta de un atentado de ETA o de un crimen convertido en trama mediática por los medios de comunicación, participan activamente en cuantas manifestaciones de apoyo son convocadas por todo el país, se apresuran a consolar y acompañar a las familias e incluso exigen el endurecimiento de las penas, al fragor de la conmoción social que provocan tan terribles sucesos. Sin embargo, cuando las víctimas son las familias de los miles de muertos y desaparecidos que provocó la dictadura franquista, les asalta la desmemoria, apelan al espíritu de la transición para justificar la amnesia colectiva y vierten perversas acusaciones de revanchismo a cualquiera que ose desviarse de su dogmática doctrina, que dispone que reconciliación es igual a olvido. Así, lo que no se recuerda, es porque nunca sucedió. Para la derecha más rancia y trasnochada de Europa, las familias de los muertos en la Guerra Civil y de las víctimas que generó la represión franquista no tienen derecho a recordar, ni a expresar su dolor, ni a sentir el peso de la ausencia de sus seres queridos asesinados, ni a localizar y enterrar dignamente a sus muertos. Hace tiempo que el Partido Popular, se ha atribuido la autoridad de concluir quién tiene o no derecho a considerarse víctima; la potestad de poner fecha de caducidad al dolor de quienes han sufrido la pérdida violenta de un ser querido.

Al contrario que lo sucedido al término de la Guerra Civil, una vez desaparecido Franco (que no el franquismo), la España democrática no trajo consigo deseos de revancha, ni persecuciones, ni detenciones indiscriminadas, ni depuraciones políticas. La transición de la dictadura a la democracia constituyó un periodo de reconciliación y de esperanza en la recuperación de las libertades, secuestradas durante cuatro décadas; pero también fueron tiempos de múltiples renuncias, de perdonar a quienes nunca pidieron perdón y de olvidar injusticias y atrocidades. Con la distancia histórica que proporcionan las más de tres décadas transcurridas desde las primeras elecciones democráticas, es seguro que los españoles hemos adquirido la suficiente madurez para analizar con ecuanimidad y serenidad los efectos y secuelas de nuestra transición democrática, evitando la autocomplacencia y desmitificando aquel periodo histórico.

La Ley de Amnistía promulgada en 1977 fue un instrumento para articular esa reconciliación, que los “cuarenta años de paz” gestionados por los vencedores de la Guerra Civil primero y sus descendientes después, hicieron del todo imposible; una herramienta política, seguramente necesaria para afrontar el futuro sin el lastre del resentimiento y la rabia latentes durante años. Pero tampoco debemos obviar los daños colaterales de aquel pacto de silencio, que sepultó bajo un manto de impunidad los crímenes cometidos durante los oscuros años de la dictadura, colocó en un plano de igualdad a víctimas y a verdugos y permitió permanecer en los resortes del poder a cargos políticos, militares y judiciales, sostenedores del antiguo régimen. Si la Ley de Amnistía sirve como pretexto para situar el comienzo de la historia de nuestro país en 1976, negar el legítimo derecho a centenares de familias de desaparecidos a poner punto y final a un trágico drama personal o permite que un juez se siente en el banquillo por intentar investigar los crímenes cometidos durante la dictadura, entonces es seguro que algo no se hizo bien.

Personalmente, opino que en el contexto político y social de la España posfranquista, la transición se llevó a cabo lo mejor que se pudo. No podemos olvidar que el miedo inoculado durante cuarenta años de dictadura, el terror a un nuevo enfrentamiento entre españoles y el ruido de sables acechando desde los cuarteles, fueron obstáculos que dificultaron una ruptura total con el régimen anterior. Para una generación sin ninguna experiencia política, nacida y curtida en una feroz represión ideológica, enfrentarse a la responsabilidad de democratizar una sociedad premeditadamente despolitizada y anestesiada, fue una tarea delicada y compleja. Pero si, como asegura la derecha, exigir que se investiguen las desapariciones forzosas de más de 113.000 españoles supone incitar al enfrentamiento, despertar el odio entra las dos Españas o romper el espíritu de la transición, es fácil justificar que quienes más concesiones hubieron de hacer en favor de la concordia y la reconciliación, se cuestionen hoy si tanto perdón y tanto olvido merecieron la pena.


Publicado por Belén Meneses

4 de marzo de 2010

¡Qué no nos cuenten más cuentos!

"Todos los días deberíamos de dar gracias a Dios por habernos privado a la mayoría de las mujeres del don de la palabra, porque si lo tuviéramos, quién sabe si caeríamos en la vanidad de exhibirlo en las plazas".

"Las mujeres nunca descubren nada; les falta el talento creador reservado por Dios para inteligencias varoniles"

"La vida de toda mujer, a pesar de cuanto ella quiera simular -o disimular- no es más que un eterno deseo de encontrar a quien someterse"

“Ten preparada una comida deliciosa para cuando él regrese del trabajo (…). Ofrécete a quitarle los zapatos. Habla en tono bajo, relajado y placentero (…)”

“Nunca te quejes si llega tarde, o si sale a cenar o a otros lugares de diversión sin ti. Intenta, en cambio, comprender su mundo de tensión y estrés, y sus necesidades reales (…)”

“Si tú tienes alguna afición, intenta no aburrirle hablándole de ésta, ya que los intereses de las mujeres son triviales comparados con los de los hombres (...)”

“En cuanto respecta a la posibilidad de relaciones íntimas con tu marido, es importante recordar tus obligaciones matrimoniales: si él siente la necesidad de dormir, que sea así, no le presiones o estimules la intimidad. Si tu marido sugiere la unión, entonces accede humildemente, teniendo siempre en cuenta que su satisfacción es más importante que la de una mujer. Cuando alcance el momento culminante, un pequeño gemido por tu parte es suficiente para indicar cualquier goce que hayas podido experimentar. Si tu marido te pidiera prácticas sexuales inusuales, sé obediente y no te quejes (...)”

Todas estas sesudas reflexiones, no son más que una muestra insignificante de las consignas recibidas por nuestras madres y abuelas, que desde las escuelas, los púlpitos y los medios de comunicación, fueron adiestradas para asumir complacidas su papel de madres sacrificadas, entregadas esposas y “reinas del hogar”.

Las niñas de mi generación (hoy cuarentonas), no crecimos adoctrinadas por los mandamientos de la Sección Femenina, pero, a través de los en apariencia inofensivos cuentos infantiles, también fuimos receptoras de mensajes subliminales, a fin de que, desde la más tierna infancia, asimiláramos con naturalidad nuestra condición de inferioridad y subordinación al sexo masculino. Aquellas entrañables historias de nuestra niñez, todavía vigentes, y sus protagonistas, los príncipes valientes y las virginales princesitas, refuerzan la teoría machista de la supuesta superioridad física e intelectual del hombre.

Los príncipes, por su pertenencia al género masculino, son seres inteligentes, intrépidos, juiciosos, valerosos y, por supuesto, viriles (aquí cabría hacer una especial mención a nuestra especie autóctona, el Macho Ibérico, con certificado de calidad y denominación de origen). Por el contrario, las princesas, como cabe esperar del sexo débil, son cautelosas, delicadas, abnegadas, humildes, piadosas y están dotadas de un ilimitado espíritu de sacrificio y entrega a los demás. Pero todas ellas, viven sumidas en una existencia de infelicidad, desamparo y desdichas, hasta que un príncipe libertador las rescata de su trágico destino.

Como ejemplos más significativos, tenemos a la desvalida y paciente Bella Durmiente, que depende del caprichoso beso de un príncipe para volver a la vida; la obediente y sacrificada Cenicienta, ejemplo a seguir para la divina y glamorosa Ana Botella, por “los valores que representa”, entiéndase como valor recibir “los malos tratos sin rechistar”; pero sin duda, la peor de todas, la que mejor personifica el papel reservado por los hombres para las féminas, es la virtuosa y abnegada Blancanieves, que cuando se topa con la casa de los siete enanitos, lo primero que hace es ponerse a limpiar como si hubiera sido poseída por el espíritu de mister Proper. Por supuesto, los pequeños tiranos, cuando regresan del trabajo y encuentran su casa reluciente, proponen de inmediato un ventajoso acuerdo para ambas partes: "Si mantienes la casa para nosotros, cocinas, haces las camas, lavas, coses, tejes y mantienes todo limpio y ordenado, entonces puedes quedarse con nosotros…”. Si la providencial manzana aderezada con venero no hubiera modificado el rumbo de los acontecimientos, la dulce y hacendosa criatura, hubiera terminado sus días extenuada y debilitada por la artrosis, lavando diminutos calzoncillos de por vida.

No permitamos que todas esas princesitas de cuento, frágiles, virtuosas, sumisas y, por descontado, de resplandeciente belleza, se conviertan en referentes para nuestras hijas. Reconvirtamos a las Cenicientas, Blancanieves y demás, en mujeres emprendedoras, resueltas, libres e independientes, que toman las riendas de su vida y deciden por sí mismas. Los tiempos en que nuestra máxima aspiración en la vida era encontrar un marido que nos mantuviera, nos cobijara bajo sus alas y plantara su semillita en nosotras, pertenecen al pasado. En la actualidad, no precisamos de ninguna tutela masculina para caminar por la vida, nuestra felicidad no está ineludiblemente subordinada a la maternidad y no necesitamos de ningún príncipe para comer perdices.

Publicado por Belén Meneses

19 de febrero de 2010

La basura bajo la alfombra

Los detractores de todo lo tocante a la memoria histórica en nuestro país, suelen alegar para justificar su postura que resulta contraproducente para la convivencia rememorar el pasado, que la historia debe permanecer sepultada en el olvido para no remover viejas heridas, porque el olvido es la raíz de la reconciliación. Pero la historia no es una metódica enumeración de acontecimientos cronológicos. La historia la construyen personas con sus vivencias, sus padecimientos, sus alegrías o sus desdichas… Y resulta, que muchos de esos hombres y mujeres protagonizaron la etapa más trágica y convulsa de nuestro pasado colectivo. Son pedacitos vivientes de nuestra historia que aún permanecen entre nosotros; seres humanos que tienen nombre y apellidos; habitan nuestras ciudades y caminan por nuestras calles; conservan sus sueños, deseos, esperanzas, ilusiones, temores, preocupaciones… Es el anciano que se sienta a nuestro lado en el autobús, que después de toda una vida lejos de su patria, regresó del exilio para pasar sus últimos años en la tierra que lo vio nacer; es el vecino del tercero, que todavía conserva en su cuerpo y en su alma las cicatrices de las torturas padecidas en las siniestras comisarías franquistas; es la señora María, que pese a su avanzada edad y a los años transcurridos, todavía se le humedecen los ojos cuando recuerda la noche en que cuatro individuos con camisas azules, arrancaron a su padre de su lado y jamás volvió a saber de él. Son las víctimas de una derrota que se prolongó durante casi cuatro décadas. Son los daños colaterales de una Ley de Amnistía que, si bien se promulgó con una clara voluntad de concordia y reconciliación, lo cierto es que colocó en plano de igualdad a los presos políticos y a sus carceleros, equiparó a víctimas y a verdugos y malogró toda posibilidad de justicia con los represaliados de la dictadura. Pero no se puede esconde la basura eternamente debajo de la alfombra porque, tarde o temprano, alguien la descubrirá y la sacará de su escondrijo.

Todos estos supervivientes de la historia, son testigos, incómodos para muchos, de que en nuestro país se vulneraron sistemáticamente los derechos humanos más elementales, mediante persecuciones, torturas, desplazamientos forzosos, encarcelamientos, desapariciones, asesinatos… Son los testimonios vivientes que acreditan como en la España de Franco se cometieron impunemente lo que la Corte Penal Internacional define como “crímenes contra la humanidad”, una de cuyas características es su naturaleza imprescriptible. Como consecuencia de la Ley de Amnistía promulgada en 1977, no sólo los crímenes cometidos durante la dictadura quedaron impunes, sino que además, se da la paradoja de que, treinta y cinco años después de la desaparición física de su máximo instigador, los herederos ideológicos de quienes los perpetraron, pueden sentar en el banquillo al único juez que ha pretendido investigarlos.

La decisión del Tribunal Supremo de admitir a trámite una querella de Falange Española de las JONS y de dos asociaciones de corte ultraderechista (Manos Limpias y Libertad e Identidad) contra el juez Baltasar Garzón por prevaricación, no sólo ha provocado la censura de buena parte de jueces y letrados y el rechazo de la fiscalía del Estado, sino que el pasmo y la estupefacción han traspasado nuestras fronteras. Es preciso poseer gran poder de convicción y aplicar una enorme dosis de pedagogía, para argumentar frente a la comunidad internacional, cómo el magistrado que puso contra las cuerdas a Pinochet y logró procesar y encarcelar por genocidio al ex militar argentino Adolfo Scilingo, pueda ser apartado de la carrera judicial por investigar los crímenes comedidos en su propio país.

No soy profesional del Derecho y por lo tanto, existen fundamentos de la legislación y argumentos jurídicos que escapan a mi conocimiento. Pero conozco el significado de la palabra prevaricar, que la RAE define como “el delito que consiste en dictar a sabiendas una resolución injusta”; injusto es algo no justo, no equitativo; equidad, es dar a cada uno lo que merece. Por consiguiente, si al juez Gazón se le imputa un delito de prevaricación por intentar investigar las desapariciones del franquismo, ¿debemos deducir que es injusto intentar esclarecer el paradero de miles de españoles desaparecidos durante la guerra y la dictadura? ¿Quiere esto decir que los cadáveres de las cientos de personas sepultadas en caminos y cunetas, están donde se merecen y allí deben seguir?

Pero en este controvertido asunto, el meollo de la cuestión no es si salir en defensa de Garzón o esperar el momento de su caída para descorchar una botella de cava. Baltasar Garzón, convive a diario con la contradicción de ser tan odiado como venerado por entusiastas y detractores. Los mismos que lo elevaron a la categoría de héroe cuando intentaba procesar a Felipe González, lo transformaron en el más ruin de los villanos cuando el objetivo de sus pesquisas han sido los crímenes del franquismo o la trama corrupta del caso Gürtel. El trasfondo del asunto, lo verdaderamente relevante, lo que como sociedad deberíamos plantearnos con madurez y sin complejos, es si a las víctimas y a sus familias les asiste el derecho de exigir la justicia que, una y otra vez, les ha sido negada. Tal vez, haya llegado el momento de sacar la basura de debajo de la alfombra.


Publicado por Belén Meneses